Pero allí, en el cuarto alquilado, ahora, en mi época de estudiante había otro cansancio que temer, un cansancio de otro tipo, desconocido en casa de mis padres: el cansancio de estar en una habitación, en las afueras de la ciudad, solo: el cansancio de la soledad.
Pero no había nada que hacer; los dos estábamos cayendo ya, cada uno por su lado; cada uno a su cansancio más propio y particular, no al nuestro, sino al mío de aquí y al tuyo de allí. Puede ser que en este caso el cansancio fuera sólo un nombre distinto para designar la carencia de sentimientos o extrañeza, pero, por la presión que gravitaba en el entorno, era el nombre adecuado a la cosa.
¡Estoy cansado de ti!, ni siquiera un simple ¡cansado! (lo que como grito común nos hubiera podido liberar de nuestros infiernos particulares); estos cansancios nos quemaban la capacidad de hablar, el alma, sin dejar rastro.
A veces uno de estos cansados caía sobre el otro, que estaba preso en las mismas redes que él, sobre el enemigo o la enemiga, pero además de un modo físico; quería quitárselo de encima, balbuciendo injurias a gritos intentaba librarse de él.
Es verdad que uno se dormía casi al momento; sin embargo, a la mañana siguiente, al amanecer, poco antes de comenzar el trabajo, se despertaba uno con un cansancio aún más duro que antes; como si aquel trabajo de esclavos hubiera alejado de uno todo lo que tiene que ver con las sensaciones de la vida, con las mínimas incluso y además para siempre; como si esta muerte en vida, a partir de ahora, no tuviera fin.
En la hora del último cansancio ya no hay preguntas filosóficas.